Un
grito desde la calle en la que un chico se apropia del espacio
auditivo del cielo de la noche, como un pájaro que trae aire a los
oídos y refresca el techo del dormitorio, desde el margen invisible
de la ventana.
.
Una
vecina -o su intolerancia
protagonista de la queja- mete un zarpazo de sangre, constituye
deshechos fileteando descaradamente el momento espontáneo, a
faconazo impune le quita vida al grito – o lo pretende (-).
Enciende las luces, retruca, echa amenaza, reprende y maldice en
última instancia para hacer justicia.
.
(-¡Que
no!, ¡que solo compite!, que ella solo alarida en busca de aliado).
Solo
compite arando el territorio del oído para condenarlo al statu quo.
Duele
el silencio en la vereda por muerte de las calles cada noche.
El
grito vive lo nocturno, alienta a la sangre, la mezcla, la respira.
Decir
un grito muerto en la garganta, arruga, infarta, adolece tumba, acata
exclusión como presagio de borceguíes pateando a mi cabeza su
cabeza.
El
grito explota adentro y se expulsa hecho escamas filosas, hecho
espinas punzantes, hecho hojitas de afeitar que “yelan” el
aliento en fonemas suicidas, kamikazes comprimidos que estallan
contra todo y se clavan fétidos en el choque al abrir la boca, al
llevar el cuerpo, al dormir el pulso matando el instante sublime de
la espontaneidad.
¿Quién
tiene los derechos del aire de la calle?¿Quién?¿ quien la transita
o quien le impone ventanas cerradas y la limita a no verla, a no
escucharla?
¿Quién
guarda el señorío del desierto?¿Quién guarda el pulso a la
ciudad, el caminante o el de los postigos?
& & & Laura Ororbia & & &
LAO
3 febrero 2019 6:40
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